Para K. en su voz.
Está sola, todo está tranquilo, quieto, como un pueblo fantasma. Nada existe. Solo ella allí en su choza. Observa con cuidado y sin prisa todo lo que la rodea. Ve el ancho río con sus aguas turbulentas, sus espumas y sus orillas lavadas. Mas allá la selva y el ruido del salto de agua. El castillo en penumbras le trae las voces de los náufragos que la amaron y el despeñadero con su torrente los tardos susurros de los sátrapas que la desearon. El mármol no resiente el pasado porque siempre vive en el aquí y ahora, la incesancia del oleaje de todas sus vidas, con sus tardes anegadas de jazmines, de corolas, de amarillos refulgentes y sus noches de galas de tul y ramos de rosas enmudecidas. Luces y algarabías y jolgorios arrasados por sus pasos de sonámbula escondida entre los troncos secos oliendo la tierra para sentir los pasos de alguien que recién venia naciendo como redentor y cizaña en el jardín lunar de Umbrelicantos violeta y Asteridomus púrpura. Porque todos los puertos se parecen, con sus naves a la gira, sus molos y sus herrumbres, y sus antiguos maderos podridos, ella vive penando la lastima de que no esté a su lado para enseñarle sobre el presente que se repite con ella aunque él no lo recuerde, y sabiendo que de todas maneras se dejará seducir nuevamente, si él lo desea, porque ella nunca sabe más de lo que siente, y se queda ahí dudando si debía morir entonces para volver a comenzar, sin entender, porque siempre ella será antes que él, y él la encontrará esperándolo, horriblemente solitaria, majestuosamente aislada. Y se queda ahí, en el ahoral de este día, de esta tarde, de esta hora de ahora, silueta a contraluz, reflejada en el azogue o en el ventanal que da al parque donde las estaciones pasan rasguñando las estatuas, asustando los pájaros, engañando a las flores de papel y soliviantando a las hormigas. Permanece detenida refractando la luz de las mañanas como un prisma de cristal de plomo, repartiendo los colores del espectro en las verdes incrustaciones de los bronces. Abre la puerta en un rito ya consagrado y deja pasar el tiempo, del que es dueña, y lo esparce sobre los objetos que le guardan sus pequeños recuerdos de unos pocos años, para que no se apelmacen en las grietas y detengan aquel río de aguas turbulentas, con sus espumas y sus orillas lavadas, y no quedarse sola como si viviera en una choza de un imaginario pueblo fantasma.
Imagen: “Elegia”. Fotografía digital, Horacio Lindner.
que hermosa sensacion de quietura, felicidad.
ResponderEliminarUna union de almas que viajaran siempre juntas....bello. Me gusto
Muy bueno, imágenes sugerentes de vida intrigante. Genial e incesante torrente imaginario viajero. Felicitaciones!
ResponderEliminar