No alcanzaron a ver como brotaban de los fangos primordiales los primeros vegetales terrestres, pero sí testificaron el surgimiento de los anfibios chapoteando embarrados y temerosos en las costas lagunares donde ya se reflejaba la luna inicial, y de los amonites invadiendo los mares aun tibios con la nata espumosa de azufres volcánicos. Divisaron a lo lejos las refractaciones de los grandes bosques carboníferos y presintieron la aparición de los reptiles y de los dinosaurios por los extraños silbidos que les llegaban de detrás de los negros roqueríos. Los vieron y escucharon crecer y multiplicarse, reinar por siglos que parecieron eternos, y los sintieron y vieron extinguirse después de un destello celestial que iluminó hasta las mismas cumbres de las dorsales oceánicas. Sufrieron estoicos los estremecimientos de los fríos babilónicos de las grandes glaciaciones. Supieron de la aparición de la especie humana cuando vieron descender al primer ahogado vestido de piel ajena y collares de conchas hasta los abismos de un cielo oscuro, profundo y aun sin Dios. Vieron los restos del primer naufragio de un sampán chino incendiado por una pipa de opio y siguieron el rastro de basuras de la nao Victoria por más de catorce mil cuatrocientas sesenta leguas desde Sanlúcar de Barrameda hasta Sanlúcar de Barrameda. Nadaron sus siglos, sus milenios, sus sintiempos geológicos en las aguas marchitas de un planeta que envejecía disgregado en soles y lunas que contaban por pleamares y bajamares, por sicigias y cuadraturas, mareas muertas y mareas vivas, por pálidos plenilunios o desteñidos eclipses. Soportaron los antiguos oleajes que sumergieron la Atlántida y las olas prehistóricas de todos los tsunamis que cantearon las costas con sus cangrejos y sus lagartos. Una noche larga de diluvios divisaron los restos hinchados de los rudimentarios baaios y enns, y las alas nervadas de polos y vaias con los ojos llenos de luz de nanu que traían los riachos desde los continentes apenas enfriados de sus volcanismos estelares. Sobrios depredadores, durante el día habitaron en las cuevas submarinas de las zonas profundas de un mar en ciernes, subiendo a superficie por las noches primigenias para alimentarse de los alegres y vistosos pececitos de los arrecifes. Nunca fueron otro monstruo más en el catalogo de terrores marinos poblados de cachalotes, orcas, belugas y narvales, hasta que los atraparon pescadores equivocados ante la desembocadura de un río del África. Arcaicas siluetas devónicas de casi cinco codos de largo y casi dos quintales de peso, nadan con sus pares de aletas lobuladas, sus gruesas escamas, su simétrica cola de tres lóbulos, y su intenso color azul. Hubo remotas eras en que estas evanescentes y esquivas criaturas abisales habitaron lagos, pantanos, mares interiores y océanos, por estos soles de invierno se esconden asustados en algunas pocas y tenebrosas fosas de sus tristes mares apocalípticos. Ya presienten que un día cercano se extinguirán.
Fotografía: "LUNA PARA CELACANTO" Acrílico sobre lienzo 132 x 65 cms. María Jesús Pérez Vilar. Canarias, Tenerife, España.
http://miradasylugares.blogspot.com/
Nota.- Los celacantos son peces de aletas lobuladas que se creían extintos desde el período Cretácico (hace 80 millones de años), hasta que el 22 de diciembre de 1938, Marjorie Courtenay-Latimer descubrió uno (Latimeria chalumnae) entre la pesca descargada en los muelles de East London en la costa oriental de Sudáfrica. Otra especie (Latimeria menadoensis) se localizó en Célebes (Indonesia) en 1998. Junto con los peces pulmonados, son los seres vivos marinos más cercanos de los vertebrados terrestres. Aparecieron en el período Devónico (hace 400 millones de años), aunque la mayor cantidad de restos fosilizados pertenecen al período Carbonífero (hace 350 millones de años).
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