martes, 7 de abril de 2009

DEL ESPEJO Y LA ORQUIDEA


Para Ruiz Caballero, con respeto, y vergüenza por mi mala sintaxis.

Anoche, después de ver desde mi ventana al sol hundirse en el mar como una naranja y alzarse las diminutas estrellas, cerré la puerta con cerrojo, corrí las gruesas cortinas de las ventanas, y encendí las tres velas de cera amarillenta y olorosa del candelabro francés de bronces rococó y frío mármol. Envuelto en esa tibia casi penumbra dispuse sobre la mesa la delgada caja de madera veteada y la abrí con cuidado. En medio del terciopelo color obispo estaba el fragmento trapezoidal de un espejo. Por el discreto pero perfecto biselado que se reconocía en una de sus aristas, la calidad de cristal y el tipo de azogue era fácil saber que había pertenecido a un muy antiguo espejo veneciano. Me había llegado por encomienda hace dos días, el nombre del remitente venia borrado bajo una mancha del mismo lacre con que se había sellado el paquete. Recuerdo que me pregunte instintivamente si ese detalle era producto del azar o de la voluntad del emisor. Lo adquirí por eBay, el día antes de Navidad leí en el L’Arc de Feu que Ruiz Caballero había sido asesinado por un yonqui en la entrada de un local cuyo giro por respeto a su memoria prefiero no mencionar, y que sus antiguallas y manuscritos se iban a rematar en beneficio del Hospicio de San Fermín, ya que no dejaba herederos. El trozo de espejo refulgía en la mesa como un pedazo de luna amarillenta o una cloaca de aguas negras según el ángulo en que se lo mirara. Me asomé a él con un poco de temor reverencial, es fama que fui un envidioso admirador de la obra de aquel glorioso sevillano, y tener ahí un objeto que había sido de su propiedad me hizo sentir de alguna manera poseedor de una fracción de sus asombrosas magias verbales. Y allí, en la solitaria oscuridad de mi dormitorio, descubrí que aquel fragmento de espejo era un portal hacia otros mundos jamás visitados. Mundos de colores distintos, de extrañas mineralogías, zoologías y vegetaciones, allí vi ubérrimos jardines de colores extraños, vi bichos, hibiscos naranjas y amarillos, un Alíen en una película porno, vi un antidiamante y mimbres, pececillos grises y ranas verdes, un arpa y una araña., vi crisoberilos, rodocrositas, un cabaret y las lágrimas de San Lorenzo, fuego e infinitas mariposas de cristal, gatos y gatitos, moluscos, un pitufo y una mandolina loca, vi el reloj del judío y el tintero de la mariposa, vi veintidós descensos y el Spantax horribilis, ese extraño insecto del planeta Helicón V, vi mundos minerales y planos como hechos de coral y de cristal, vi lepidópteros, un cardenal y hormigas, libélulas, una sandía, una tienda de lámparas y un palacio, una mosca, un caracol, una verga, y un espejo que no era este, vi orquídeas Azules de corolas zigomorfas, dragones, uno de ellos con las plumas de alabastro, vi a Hannibal Lecter, una tarántula, la luz del sol en Xcrit, una pirámide tres mil quinientos años, y vi un jesuita de negro azabache que llevaba un anillo verde, vi una violación y el inframundo de El Corte Ingles, vi un mar de magma rabioso que devoraba cuanto caía en sus fauces, vi toros, toreros, jóvenes gay y cerdos, muchos cerdos, vi meretrices en un burdel de paredes café con leche, y vi las alas de una mariposa quemadas por ácido sulfúrico, vi un Pianista y a su lado un nazi, vi a Max Brod leyendo con veneración un manuscrito de su amigo Franz Kafka, y en su mano un diamante aplastado donde estaba tallada la frase del Eclesiastés; ‘Yo hago brotar de ti el fuego que te destruye’, vi a un hombre de una extraña mirada vidriosa, devorado por una fiera brutalmente espantosa, vi en su rostro el dolor de la tortura y la muerte, y por ultimo vi una orquídea lobulosa de color rosa, como una flor de varias lenguas exquisitas, que por supuesto no existe, y bajo ella un espejo, y ahí entendí el secreto de la Orquídea Carnívora, porque vi en ese otro espejo, por una ventana, al sol hundirse en el mar como una naranja y alzarse las diminutas estrellas, y lo vi ahí inclinado sobre una mesa, y sobre ella un hermoso y antiguo espejo veneciano, lo vi quebrar el espejo y supe que lo hacia para hacer partícipe de su secreto a algún amigo, y entendí que yo era ese amigo, entonces (*) vi mi cara y mis vísceras, vi su cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible imaginario de Ruiz Caballero. Sentí infinita veneración, infinita envidia.


(*) Lo que sigue es una paráfrasis, (plagio, para ser preciso), de un fragmento de El Aleph, de Jorge Luis Borges, ese otro maestro.

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