domingo, 5 de abril de 2009

EL LECTOR INSACIABLE


Aprendió a leer a los cuatro años y desde esa fecha no dejo de leer todo lo que se le ponía a su alcance, diarios, revistas, folletos, las instrucciones de las cajas de antibióticos, los envases de los alimentos, los letreros de la publicidad de las calles, y libros, muchos libros, todos los libros. Este vicio que en él era ya algo sicótico lo llevo lentamente a ver letras donde no debiera, y así fue que una tarde en la playa, el mismo día que cumplió los catorce años, descubrió no sin cierto asombro que podía leer las conchas de los caracoles. Primero reconoció en una concha la silueta de una letra cualquiera y sonrió, pero lo siguió girando y aguzando su atención y vio que le seguía otra y después otra, finalmente leyó una palabra completa: alfanje. Estuvo toda esa tarde recogiendo y leyendo conchas de caracoles, y en todas pudo leer una palabra o dos, o incluso a veces traían adjuntas un articulo o una preposición, u otras eran simplemente algunas de las partes de una oración, aunque sin conexión entre si pues estaban tomadas al azar, pensó, y paso las siguientes tres semanas en su casa tratando de armar frases con las trescientas ochenta y cuatro conchas que pudo recolectar. No tuvo éxito, pues las palabras pertenecían a muy distintos temas y muchas estaba en idiomas que él no conocía. Pero ya había descubierto el secreto y recordó a Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que había descubierto en la piel de un jaguar las catorce palabras mágicas que le permitieron la mística unión con la divinidad. Se dedico entonces a leer todo lo que estaba escrito en la naturaleza, lo que a la vez le obligó a aprender distintos idiomas y dialectos, para poder entender lo que leía. Esta obscena labor le tomo treinta y dos años, hasta que terminó por entender perfectamente todos los idiomas oficiales y sus deformaciones, los coa y lunfardos, los mas de doscientos dialectos y lenguas que existen en Italia, además del ligur, el occitano, el vascuence y todos lo que pudo encontrar, hasta el mismísimo y extraño dialecto véneto de Chipilo. Pero ya a la mitad de esos estudios bizantinos la realidad física era para él una biblioteca infinita, misteriosa e incitante. Plena de prodigios y asombros. Descubrió que las filigranas de los dibujos en la alas de las mariposas eran delicados haikus escritos en una variante muy antigua del nihongo, la lengua nipona, que los largos pliegos que podía leer en la corteza de los troncos de los abedules eran cuentos escandinavos infantiles, y que las grietas en los roquerios de las rompientes siempre correspondían a versículos bíblicos del Cantar de los Cantares. Por otro lado pudo constatar la falacia de que los sesenta y cuatro hexagramas de Libro de los Cambios o I King, formados por todas combinaciones posible de seis líneas partidas o enteras habían sido descubiertas por un emperador prehistórico en la caparazón de una de las tortugas sagradas, pues todas las caparazones de tortuga que pudo leer reproducían fragmentos de los versos anisosilábicos de El Cantar de mio Cid. Y en su peregrinaje a Tierra Santa pudo conocer el misterioso sarcasmo de la divinidad, porque las sombras del mediodía de las irregularidades de las piedras del Muro de los Lamentos reproducían completa, en dialecto cananeo, la sura IV del Quran, la dedicada a “Las Mujeres” (An-Nisâa), y en cambio a la trémula luz de los cirios sobre las paredes de la gruta del Santo Sepulcro leyó los primeros veinticinco versículos del Pentateuco, en árabe sulaymi, justo antes que Jehová pensara en crear al hombre a su semejanza para que se enseñoreara sobre los peces de la mar, y en las aves de los cielos, y en las bestias, y en toda la tierra, y en todo animal que anda arrastrando sobre la tierra. Siempre recordaría un atardecer en Gangasagar cuando leyó los setecientos versos del Bhagavad-Gita en los sinuosos reflejos de las sucias aguas de la desembocadura del Ganges, mientras más de trescientos mil hindúes tomaban el baño sagrado para celebrar la festividad del "Makar Sankranti". Ese día el recuerdo de Tzinacán no le fue ajeno, porque aunque hubo cuatro muertos, él logró entender y aceptar la inmortalidad del alma. O esa noche en que se le ocurrió leer las trizaduras de un espejo quebrado en un cabaret de mala muerte, allí leyó en el dialecto malayo yawi la terrible profecía: “ciertamente el que lea esto morirá en el octavo día”, pero no se asustó; no soy yo -se dijo- pues no ando en busca de nada, he venido solo a beber el vino barato y a oler el perfume de estas muchachas cansadas, y son las meretrices las que me buscan. Y tenia razón pues siguió viviendo por muchos años, pero evitando, sin reconocerlo, leer los espejos trizados. Al final de su vida, de omnilector insaciable, ya casi ciego, se dio cuenta que la única felicidad que encontró, en todos sus años de lecturas inútiles, obviedades y repeticiones solapadas, fue comprobar la verdad poética de Pablo Neruda, porque cuando vagando por todas las playas que recorrió a lo largo de sus ochenta y tres años, leía las huellas de las gaviotas en las arenas, siempre eran sonetos de amor. Vale.

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