domingo, 26 de abril de 2009

EL DIVINO TITIRITERO


Siete monjes de hábitos negros, con sus capuchas ocultando los rostros en la negrura, siete monjes en una lúgubre procesión tras un féretro negro sobre una desvencijada carreta tirada por una triste mula vieja, cruzan las desoladas calles empedradas del Ávila de los Caballeros de Castilla la Vieja. El carretero lleva tomadas las bridas con una mano y con la otra tapa su boca desdentada para que no le vean la sonrisa los innumerables ojos que se asoman ocultos por cortinas y geranios a lo largo de todas las calles que van del convento al camposanto. La noche se ilumina por segmentos con los cirios de cera virgen que llevan los siete monjes. Ahí va Torquemada, con su rostro de tubérculo adusto e infeliz en la última mueca de dolor. Esa piltrafa que los buitres rechazarían fue el temible Inquisidor General del Tribunal del Santo Oficio, el primero, el que señaló el camino de la hoguera a los herejes, y agregó otra diáspora humillante a los descendientes de los hicieron crucificar al Ungido. Ahí va encajonado, pudriéndose en su salsa, ese solitario Tomás, el sádico erudito, que escuchó los pecados de la reina, sus reales soberbias, sus tristes y patéticas lujurias de palacio, las pequeñas miserias de hembra coronada. Le temieron las Españas y sus súbditos por su piedad tenebrosa, y porque en medio de la nobleza que medraba en lujos y apariencias, él comía poco, desdeñaba manjares, dormía sin sábanas, y vestía sencillo, para ser el mas severo hasta consigo mismo. Eso fue «el martillo de los herejes, la luz de España, el salvador de su país, el honor de su orden», el ciego fanático que ordenó la quema de bibliotecas judías y árabes para aplacar la Ira de Dios sobre una humanidad inconsciente de sus culpas y sus castigos en el fuego que cuida con sus tres feroces cabezas el Can Cerberos. Esos labios tumefactos ordenaron la quema liberadora de diez mil sacrílegos y el tormento rescatador de veintisiete mil equivocados. Va tan muerto como todos, creyentes, conversos o herejes, el hijo de Pedro y Mencía, castellano de Palencia, que no conoció mujer y quizás tampoco las granjerías sodomíticas del convento, solo supo, sintió y vivió la fe inmutable en que él era un elegido. Le dolía el dolor del prójimo, no el físico porque al fin y al cabo el cuerpo es cosa deleznable, sino el dolor ignorado de sus almas en pecado camino al infernum, le dolía además que su tiempo de mísero mortal no le alcanzaría para rescatarlas a todas. Por eso debió apurar el fuego y la tortura, porque la palabra, la mera palabra ya no servia. Siete monjes, un carretero, un Torquemada tieso, van por las calles oliendo a cadáver, el hedor hace cerrar las ventanas y va dejando mustios los geranios. Torquemada va impávido, el carretero va sonriendo, y de los monjes no se sabe. Allá muy arriba, tanto que no se ve, un Dios Impotente recoge cabizbajo las cuerdas cortadas de su marioneta preferida. Vale.

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