jueves, 9 de abril de 2009

NOCTURNO VENECIANO


El universo de esta noche tiene la vastedad

del olvido y la precisión de la fiebre.

Jorge Luis Borges


De demonios, de pájaros, de crepúsculos nublados que se pintan de tonitos rosados, casi rubores amanerados, al final del día previo a la tormenta, y de clavecines mudos como una fila de la guardia suiza, con su marcialidad vaticana de oropeles y uniformes de carnaval. Habemus Papam. Urbi et orbi. Sic transit gloria mundi. De demonios fucsia con níveas dentaduras de porcelana que hacen resplandecer sus risas odiosas en la oscuridad densa de la primera mitad de la noche herida por la fina daga de la angustia o por el tosco puñal del miedo. Y los ojos rojos, rojo sangre, rojo fosforescente de maldad que miran penetrantes sin dejar ni una sola fisura por donde adivinar sus intenciones ni aquello que solapadamente piensan. Demonios, muchos demonios apretujados arriba y abajo como en El entierro del Conde Orgaz, con las uñas muy bien manicuradas y pintadas de nacarado transparente. Porque no era una Revelación. Y de pájaros, bandadas de pequeños pájaros mezclados como una nube de hambrientas langostas rojas que se mueve según una enigmática coreografía multitudinaria compuesta con la perfección de un Grigórovich. Pájaros azul cobalto de pecho dorado verdoso, negros de ojos amarillo fulminante, pardos de patas y pico anaranjados, variopintos iridiscentes colibríes enanos, horrorosos picabueyes, el Machetornis rixosus, con sus picos sanguinolentos, y altivos canarios amarillos, rojos, blancos, rosas, ágatas, negros, bromos, verdes e incluso del tenue isabela. Pájaros, demasiados pájaros volando al mismo tiempo como un oleaje de confeti ensordecedor. No había tórtolas ni chincoles ni jotes, porque no era la vigilia. Y los crepúsculos sucesivos, fugases, que nacen y mueren en unos pocos minutos sin alcanzar la melancolía o el asombro acostumbrados, apenas raspando el alma como un detalle mas en la muchedumbre de demonios y la miríada de pájaros. En la hondura siniestra de la segunda mitad de la noche. Y clavecines en formación de uno enfrente, semejando una alegre caravana de féretros de enanos muertos en fieros combates circenses, o una fila de descendientes de aquel bicho cubista que imagino Faulkner, congelados en un eterno Fa sostenido mayor, hermosos clavecines lacados, elegantes, soberbios en la espera insensata de que alguien se apiade de sus silencios y los hurgue a dos manos para sacarles las tocatas, los caprichos, las fantasías, o hasta un mísero ricercare, como en esos tiempos del seicento en que Frescobaldi o Scarlatti los justificaban ante las mas nobles y rancias sangres reinantes en altos e iluminados palacios. Muchos clavecines silentes, majestuosos, pero que van siendo mancillados poco a poco por el puntillismo de la humillante lluvia de pequeños excrementos blanquinegros que les brindan los pájaros irrespetuosos asustados por los demonios en medio de la indigencia grisácea de un crepúsculo que se ha extendido mas de lo usual. Y de súbito todo se detiene, vuelo de pájaros, risas de demonios, crepúsculos efímeros, y hay un silencio opresivo y una quietud angustiosa durante una larga centuria de dos o tres minutos y también de pronto, sin explicación ni razón, un clavecín rebelde abandona el Fa sostenido mayor y arremete con los acordes iniciales de La Dauphine de Jean-Philippe Rameau, y es bajo ese sortilegio que mis parpados se van cerrando en el sopor de la música en una pirrica victoria sobre el insomnio porque comienzo a soñar un sueño de demonios, de pájaros, de crepúsculos, de muchos clavecines muertos en Fa sostenido mayor, y de un mágico clavecín insubordinado, cuando ya el alba se desmorona impaciente sobre el incesante Canalazzo.


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