domingo, 5 de abril de 2009

LA ENVOLVENTE INFINITA


La habitación es muy alta y por la perspectiva desde acá abajo parece cilíndrica. Pero no para un experto trepador de muros como yo que la he recorrido palmo a palmo, ladrillo a ladrillo, hasta reconocer cada una de las grietas y sinuosidades de su oscura superficie interior. Puedo aseverar, sin soberbia, que me basta hacer un pequeño circulo sobre ella palpando con alguno de mis pulvillos o uñas para saber exactamente que punto de la pared estoy tocando. He aprendido que la rutina es fuente del mas perfecto conocimiento. Ya en los primeros viajes de exploración táctil me di cuenta de su conicidad, mínima pero detectable. El techo plano y circular, lo define además como un cono truncado. La puerta, de madera noble, ha permanecido desde siempre cerrada, al igual que las ventanitas tapiadas desde los tiempos en que todo esto era un barco. Hace años, quizás debiera decir decenios o siglos, (pero el tiempo como sucesión ordenada acá no es importante), que vengo pensando en construir un entrepiso aprovechando las salientes de las pequeñas ventanas allá en lo alto. Solo que tal separación ha de ser construida no en el espacio físico del recinto, sino en su precisa representación dentro de mi imaginario, pues no tengo a mano los materiales necesarios. Lo que para efectos prácticos viene a ser lo mismo. Cuando pasan muchos días sin movimientos ni ruidos que me rompan el tedio, inicio un lento recorrido siguiendo un zigzag heurístico por la pared imaginando que es una cinta de Moebius, y créanme que por largos momentos habito un espacio infinito. Acá no hay muebles, cuadros o lámparas, ni ninguno de los objetos típico de un lugar habitado, vasos, cuchillos, libros, tableros de ajedrez o relojes; solo el piso circular de baldosas negras y blancas sin dibujos, el techo de apolillados tablones de roble allá arriba entre las sombras; y la pared, esta continua superficie curva que me envuelve desde siempre, origen seguro de mi locura, de mi desesperación claustrofóbica. Pero hay días mejores. Cuando viene la época de las interminables y bullangueras lluvias del monzón todo cambia, cada ciertos días se escuchan voces, ruidos de claqueos y de golpes breves, contundentes, de pequeños objetos sólidos contra una superficie plana. No es raro que en medio de esa bulla la habitación se estremezca y se mueva. Cada una de estas ocasiones dura algunas horas y después viene una quietud absoluta por dos o tres días o semanas. A lo largo del tiempo las voces van cambiando, como en ciclos de lustros o lapsos similares, y eso altera también los movimientos de la habitación dentro de los ciclos menores de horas. Al principio del ciclo casi no hay movimientos, o estos son escasos, no rara vez solo es uno, preciso, seguro, poco después del inicio de los ruidos. Mas adelante se hacen mas y mas abundante. Este aumento siempre es en las etapas finales de los ruidos y golpes. Eso si, los movimientos son siempre de cuidadosa traslación lineal y sin perder la verticalidad. Esto me ha hecho llegar pensar que el universo exterior a pesar de los alborotos y bamboleos es de alguna manera ordenado, con pautas o reglas que no admiten cambios azarosos. La rutina, las repeticiones cíclicas, el tedio de esta penumbra atemporal, me han llevado a reconocer con exactitud matemática las relaciones biunívocas entre voces y movimientos. Usualmente todo termina cuando se escucha el ruido de uno de los objeto que cae rodando sobre la superficie. O también, pero esto es mas ocasional, cuando una de las voces pronuncia con notoria felicidad una única palabra, que en los siglos del brahmán Sassi era “chaturaji” y por estos tiempos es “jaque mate”. Entonces todo vuelve al silencio y la inmovilidad, a esa inacción total, desesperante, que me enloquece hasta el dolor. Para alejarme de esa acechante locura, invento complicados juegos sobre las baldosas escaqueadas con figuras imaginadas que al ser movidas repiten los ruidos que escucho en los días felices. Si me siento un poco mas intranquilo vuelo en círculos helicoidales sin tocar la pared, y haciendo vibrar mis halterios al mismo ritmo que mis poderosas alas delanteras, provocando un grato zumbido adormecedor. La pared, curva, es (o me parece) así infinita y mi vuelo ilimitado. Con estas toscas ceremonias suelo encontrar, en el cansancio físico o mental, la anhelada, pero siempre momentánea, paz.

Nota del Autor.- La lectura de “En Dos Dimensiones” de Ruiz Caballero, y en especial la frase “En la torre quizás habite un monstruo,…”, y la asociación inmediata (para un vicioso borgeano) con La Casa de Asterión de Borges, me llevaron a intentar este breve relato a la manera de una amalgama de ambos autores. Como el lector habrá fácilmente deducido la alta habitación es la torre del ajedrez, la roka (barco) del sáncrito que siglos después Alfonso X el Sabio denominaría roque, y el solitario habitante es una mosca, la común, Musca domestica, las palabras pulvillos y halterios, así lo declaran. Vale.


No hay comentarios:

Publicar un comentario