domingo, 5 de abril de 2009

EL BARON MALDITO


El hombre estaba en el rincón mas oscuro y alejado del salón, solo, sus rasgos vulgares apenas se adivinan en la penumbra, en sus labios y sus ojos se marca claramente una actitud de frió desprecio. En sus manos que descansan cada una sobre una de sus piernas brillan los muchos anillos de oro y en algunos las facetas de los granates engarzados espejean cada vez que mueve los dedos con impaciencia como tocando un piano invisible. Observa a sus perras viciosas, como le gusta llamarlas, una a una, hay cinco de ellas completamente desnudas, las mas sucias y pervertidas –piensa- pero las preferidas por los visitantes. Namibia la negra masai de olor almizclado que él nunca ha podido soportar, esta sentada en actitud vulgar con su sexo rodeado de vellos enrulados abierto como una húmeda flor roja que destila un veneno agrio que solo atrae a las víboras de ponzoña verde. Eva Luna, la prostituta sudaca, siempre sudorosa y la más barata, se abanica tratando de parecer una dama pero su raza la persigue en esos rasgos comunes de callejera mexicana, casi como de travestí. Un poco mas allá Adelaida, la maja insaciable perfumándose para esconder siempre sin suerte el extraño olor acre de su menstruación, que la persigue por varios días después de su menstruo. Y Josefa la demonio de ojos árabes, negros y paranoicos, buscando una salida ilusoria a su destino de puta eterna en las cartas, y en el otro lado del salón Conchita, que escribe en el incongruente escritorio de ébano, de seguro un poema a un amor perdido que le prometió, para lograr un miserable descuento, venir dentro de tres días a sacarla de lupanar y hacerla una mujercita de casa con hijos y un gran gato blanco. Todas desnudas, impúdicas, no por orgullo de sus cuerpos de gatas finas sino por que ya han perdido hasta el mínimo el pudor. Nada más vulgar que rameras desnudas –piensa para sus adentros-, son como ver un hato de ovejas recién trasquiladas o cerdas recién bañadas. Sigue ahora observando a las otras, las vestidas o semidesnudas, Tasuko Sumori, es la menos deseable para él, le teme a sus ojos azules de pupilas lilas, y le desagradan sus vellos púbicos, lisos, muy negros y ralos, cada vez que los ve imagina que se deben a una maldición asiática que puede traspasarse al que los toque. Rosa María, la soñadora impenitente con su rostro somnoliento que le da una actitud de lánguida estulticia que aleja a los visitantes, por lo que solo la ocupa el Vizconde, un viejo pederasta tacaño y soez, sus bragas rosas y esa ridícula orquídea en el pelo le confirman que ya es hora de que se vaya, su tiempo ha sido cumplido y él no está para lastimas. A su lado Francisca, la lesbiana narcisista se mira embobada en el espejo, girándolo lentamente como si buscara el mejor ángulo para confirmar su belleza mustia. Solo estuvo una noche con ella y después la evitó porque se dio cuenta que su amor lésbico era una hoguera que lo llevaría mas temprano que tarde a las cenizas. Luego Federica que lee ensimismada un libro muy ajado, mientras su silueta se recorta casta y quieta contra la vidriera de cristales azules, es la única que no parece prostituta y de la que él estuvo enamorado los tres meses en que ella le negó sus favores. Y está Carla, la tontona del Yorkshire y sus pechoñerías incomprensibles, lo único sexual que posee es ese lunar en uno de sus pechos, por el que un joven poeta una noche de excesos de alcohol y drogas sagradas se suicido de un tiro en su misma falda. La visión de la sangre negruzca escurriendo por las medias negras caladas le quedó a él como un fetiche sexual y aun, cuando la soledad le carcome las noches, la llama y repite el rito con mermelada de berrys. En el rincón opuesto Ernesta, suspirando con la boca entreabierta, borda estúpidamente un pañuelo, como si esperara tranquilamente ese novio de voz ronca y modales amanerados que la trajo una noche a divertirse y que ya ebria se la vendió por tres monedas. Todas son unas perras viciosas –pensó- con la inercia agria de tantas noches iguales sentado ahí mismo esperando a los visitantes. Escucho el leve ruido y vio girar la manija de la puerta, la alta hoja de la doble puerta de cedro se abrió suavemente y entro ella, toda envuelta en armiño, como una diosa blanca, impoluta y virgen, intocada e intocable, era Nieves, la doña imposible, intentó levantarse e ir hacia ella, calculando cuanto ofrecería el Barón por ella esa noche y buscando el limite hasta donde él podría oponerse a esa cifra, pero se dio cuenta que otra vez no alcanzaría a subir la oferta y permaneció sentado, hundiéndose mas en el sillón para hacerse mas invisible. Antes de cerrar los ojos para evadirse se esa pesadilla recurrente, alcanzo a ver como ella arrojaba un guante al suelo enfadada. Sonrió para sus adentros, el Barón se había atrasado otra vez, la cifra iba a subir, había hecho bien en quedarse quieto en su rincón.

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