martes, 7 de abril de 2009

EXODO


Al verdadero F.S.R.Banda, nunca ausente.

Lo primero que hicimos fue exhumar todas las tumbas del rincón cenagoso donde enterrábamos los muertos y calcinar los huesos de nuestros ancestros, luego una vez quemados y casi deshechos lo fuimos quebrando en fragmentos tan pequeños que no se reconocía a que parte de la osatura pertenecía cada trozo. Finalmente enterramos esa arena gruesa desperdigándola por el campo como hacíamos con el abono de las guaneras blancas del roquerío de las aves, y los cubrimos completamente con la tierra negra que cada año el gran río nos regalaba antes de la siembra. Después dejamos escurrir libremente las aguas de todas nuestras putrefactas cloacas hacia los maditos campos feraces, envenenamos las vertientes, cortamos las hierbas buenas y malas, hicimos arder los trigales que nos saciaron junto con las Elaphe guttata, las malditas serpientes del trigo, y permitimos que las llamas alcanzaran las miserias de nuestras moradas. Veinticinco recuas de mulas durante tres días trajeron la sal desde las salinas de los impíos en el mar de las aguas espesas. Fue esa sal la que esparcimos en un circulo centrado en la colina del templo y que se extendía hasta los últimos cultivos de Canabis satiba, allá donde el bosque ya no dejaba brotar las semillas. Sabíamos que ese sello de sal cristalizada resplandecería para siempre bajo las cíclicas lunas y los inútiles soles venideros. Así nos aseguramos de que esa tierra nuestra no volviera a dar las abundantes cosechas que los sacerdotes ordenaban según las premoniciones que leían en las vísceras de las palomas, ni las vides sus racimos apretados para que en la vendimia del otoño estrujáramos el vino dulce que bebíamos de noche mientras bailábamos alrededor del fuego. Nadie sabrá que habitamos ese lugar sagrado porque no hallarán aguas puras, ni hierbas, ni granos, ni siquiera los huesos de nuestros ancestros. Solo quedarán huellados los innumerables senderos por los que subíamos cada uno hasta el templo, como los absurdos dibujos de un loco mesiánico que escribió en la colina las parábolas y los salmos dictados palabra a palabra por un dios indiferente.


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