jueves, 9 de abril de 2009

ESPANTO VENECIANO


Al Maestro, Francisco A. Ruiz-Caballero

Ad evidentiam itaque dicendorum, sciendum est quod istius operis non est simplex sensus, immo dici potest polysemos, hoc est plurium sensuum; nam primus sensus est qui habetur per literam, alius est qui habetur per significata per literam.

La Divina Commedia. Dante Alighieri. 1472, Foligno, Perugia, Italia.


El último Dogo ha muerto, la República anegada lo llora sin una lágrima. En la madrugada siguiente solo su amante, la hermana del Can Grande Della Scalla, señor de Verona, acompaña el féretro en la inmensa basílica vacía. Un tufo de algas y mariscos podridos hace de pestífero incienso. Afuera, en las calles atestadas, el carnaval se ha desatado y la muerte es una máscara repetida en la muchedumbre, que aparece en las esquinas, en los puentes, en los canales salpicados de confeti de colores. La vida sigue su curso, ahora tortuoso, para saciarse de pecados consumados antes de las miserias de los ayunos de la Cuaresma. La muerte es una máscara mas entre las máscaras. Allí va la Luxuria con sus rasgos ambiguos de hembra y macho, de efebo o ninfa, su rostro sonríe libidinoso, es de un blanco casi absurdo y de labios muy rojos, y en su corona de oro antiguo espejean las finas agujas de las incrustaciones de diamantes rojos. Un largo manto de terciopelo carmesí cubre y descubre a impúdicos intervalos su equívoca desnudes. Una turba de hombres cerdos cruza el Puente de los Suspiros llevando en andas a la Gula, una madonna muy gorda y desaforada que muerde un jamón serrano al compás de los sube y baja de los angarilleros que la soportan. Su rostro mofletudo, abotagado, de un sonrosado enfermizo como la flor del Nelumbo nucifera, es una luna redonda y convexa, pringada por la grasa del jamón. La Avaritia, rodeada de humillantes y pordioseros baila en el portal del Palazzo Ducale, su traje de muselina verde esmeralda roza los andrajos de los miserables seguidores mientras estos aplauden al cicatero saltimbanqui, todos los ojos siguen con respeto temeroso los ojos de la máscara que danza; dos cuencas vacías en una faz impersonal de alabastro amarillento. La muerte pasa por el lado del grupo, se detiene un instante y observa minuciosa esas oquedades vacías, arruga el seño como molesta y continúa su camino sin mirar atrás. En la penumbra fresca de un zaguán alguien duerme tirado con los brazos y las piernas abiertas en una gran equis, el cuerpo se ve tan lánguido y desarrapado que a primera vista parece que el disfraz estuviera vacío, cubre su cara la máscara de la Acidia, es de cuero ajado y con un tinte desvaído del ocre de hematites, pero sus labios poseen la mas perfecta mueca de la incuria. Desde la esquina opuesta la Ira grita y gesticula con el rostro de yeso entre el gules y el bermellón, congelado en una contorsión de cólera insana, y un rictus de fina crueldad en nacarado rojo pálido. Arlequines, polichinelas, colombinas y morenitas se aprietan contra los muros para evitar un golpe o un escupitajo de la bestia, que grita y gesticula sin darse cuenta que el yeso de la máscara ya comienza a resquebrajarse. La muerte, que viene caminando detrás de un medico en tiempos de la peste es la única que ve esas grietas y mueve la cabeza en un gesto de lastima. En medio de una alegre comparsa de bautas y mattacchinos se escurre solapada la Invidia, a medio cubrir su máscara con el manto de seda azul de Prusia y el bordeado de armiño, el jade teñido de un turquesa mas celeste que verdoso, posee la bella e imperturbable, pero triste, fisonomía de la Judit de Botticcelli. Mira y remira los trajes de cendal que un día antaño fue marca de baja clase y ahora desde que lo vistió la emperatriz María de Rusia solo se le permite a las Doñas y Marquesas cuyos primogénitos heredarán un escudo de armas. Solo el tercer día, en el crepúsculo que abre la noche anterior al miércoles de ceniza, una estilizada silueta recorre las calles y los puentes, sigilosa y altiva, evitando pisar los ebrios que duermen en cualquier parte sobre sus propios vómitos, o mirar a los amantes que hacen un amor de pena en los rincones hediondos a orines. Es la Superbia, esa mujer siempre virgen, intocada por inútiles afanes o pobres virtudes, solitaria pecadora perfumada, dulce fruta para el egoísta sibarita, ella, la mas alta de la altas, la arrogante y la vanidosa, la meretriz insaciable cuya pervertida caricia nadie evita. Viste un amplio vestido de seda tailandesa teñida del genuino color púrpura del Murex trunculus, con sus dos diversos y misteriosos brillos; un matiz para la deformación y otro para la trama. La máscara, de femenina hermosura es de porcelana china, blanca impoluta bajo la frente de dorados arabescos y un sutil toque de rubor en los pómulos. En ese bello rostro no hay una pizca de emoción o humanidad, y todo como que se adivina mas que se ve, el profundo negro de sus ojos escondidos, la sonrisa quieta e imperceptible, el perfil de su nariz de diosa, la tersura increíble de los parpados, en fin, toda esa fría y distante belleza de los seres que habitan los sueños. Transita a paso rápido, en un recorrido en espiral hasta cubrir todas las calles de la vergüenza. Solo una vez se cruza con la muerte y se guiñan el ojo en secreta complicidad. Cuando ya la noche hace desaparecer las ultimas estatuas cruza el puente de Rialto sobre el Rivus Altus para perderse en las brumosas sombras de la Serenissima. El último Dux muerto duerme en la cripta de los grandes, durante tres días nadie más que su amante lo ha llorado. Hoy es miércoles de ceniza y la basílica está agobiada por un tumulto de nobles, príncipes de cortes, comerciantes, artesanos, hombres y mujeres del pueblo, que lloran lastimeros a su líder. Es miércoles de ceniza, por el Canal Grande se escurren lentamente las ultimas miasmas del carnevale.


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