sábado, 12 de septiembre de 2009

El Rascacielos rosa.


Un texto de Francisco Antonio Ruiz Caballero.

Cristal y acero. Múltiple prisma esmerilado. El edificio de los Arcángeles-vampiro, se eleva trescientos metros sobre el suelo como un enorme Leviatán de color fucsia. Un millón de gafas Ray ban de color rosa hay en su estructura. Un millón de azogues rosas, de malaquitas granates, un millón de espejos hay en el prisma, recto como un frenesí de líneas inamovibles, delineado por un arquitecto enloquecido, adicto al crack, y enfermo. Cristal y acero. Prisma fucsia que al sol de la tarde arde como una estratosférica botella de granadina gigante, como un icosaedro de granates furiosos. Bermellones rosas en cada ventana, en cada espejo, en cada azogue reflectante, similitud de cisne mecánico, atlante divino, mausoleo de rubíes, que asciende al cielo, fucsia como un insulto sodomita, totalmente marica, bellísimo y demoníaco, tal una enorme rosa de vidrio. Asalta el cielo el atlante, el enorme Titán, y su belleza es un relámpago en la noche. Asalta el cielo la locomotora de cristal, la enorme uña de prostituta hierática, prisma, cubo, catedral. El rascacielos fucsia, a la luz del sol, dorado y carmín, fulge como un magnífico rubí, son un millón de granates carmesíes, un millón de Verónicas de toreros celestiales, un millón de capotes de seda, brillando al sol, con un frenesí de bermellones sangrantes, un millón de mejillas de doncellas avergonzadas, el prisma psicodélico de un consumidor de mescalina, el vestido rosa de Nerón, multiplicado mil veces. Se refleja el cielo en su iracunda estructura, el sol hace saltar chispas de oro a las aristas esmeriladas, rectas como una espada de rubíes, hiere y rasga como un puñal el horizonte, elevándose trescientos metros sobre el suelo. El edificio de los Arcángeles-vampiro guarda secretos abominables, pero es su belleza una especie de divinidad maléfica, vidriera neogótica, en la que se reúnen los incubos salvajes, para beber vino de sacristía, en cálices de oro puro. Celebran orgías en su interior, orgías en las que se practica el canibalismo y se bebe sangre de niño. Y se hacen sacrificios humanos a Moloch entre fiestas en las que corre como un caballo desbocado la cocaína.
En la planta trece del edificio, en un pequeño conmutador eléctrico, saltó la chispa. Primero acarició un pequeño tubo de plástico, sobre el que la serpiente instantánea depositó sus huevos de escalofrío, que germinaron en culebrillas amarillas sedientas de deseo, febriles, que se abrieron paso como un puñal en el tercer intercostal de un duque, enemistado con un rufián de ojos verdes, fríos como esmeraldas dañinas. Las culebrillas hirieron la goma del tubo y se multiplicaron mil veces, un millón de veces, deslizándose y saltando sobre los cables de fibra de vidrio, que prendieron como una ironía en el rostro de un político, luego se extendieron por el enorme salón oriental, lleno de tapices dorados, y mancillaron una papelera llena de legajos, y, como un cáncer, hicieron metástasis furiosas, devorándolo todo a su paso, y, a las dos horas de cierre del edificio, la planta trece ardía como un sodomita en verano, imagen pura de la calentura y el sexo, poseso de una orgía desesperada. El fuego era duro, como un dragón de coraza de piedra, como un dragón de piel añil y mirada amarilla, de ojos ámbares, de boca ponzoñosa, erizada de dientes. La planta trece ardía como una actor porno gay enamorado, el fuego era un orco lleno de lenguas sedientas, un amante desesperado que se entrega al placer y bebe veneno. Pronto los cristales rosas estallaron, se quebraron de calor, y el prisma se fracturó. La noche era fría y profunda, el edificio brillaba en la noche, como un enorme prisma negro, al que le hubiesen salido mil arañas de fuego. La noche era fría y era densa, glacial, y el mastodonte imperial ardía como una serpiente de cristal y centellas. Ascendían las llamas hacia arriba, estallaban los cristales por el calor, y saltaba el fuego de planta en planta, voraz como una leucemia en un niño, y hacia abajo se deslizaba subrepticio, como un calumniador sigiloso, con lengua de víbora, hacia arriba marchaba con prisa, escandaloso y febril, lleno de deseo, como un amante lascivo, como una ninfómana, hacia abajo iba despacio e incomodo, como tropezando consigo mismo. Los escorpiones se deslizaban sobre el prisma, que en la noche era como una daga adornada de brillantes, los escorpiones se deslizaban sobre el prisma, y clavaban sus aguijones venenosos, y los cristales rosas estallaban y se desprendían de la recta hieratitud inconmovible. Pronto aquello fue el décimo tercer nivel del infierno, un Titán condenado por Zeus a la gehenna al que las víboras arrastraban hacia el suelo, una cabellera que ardía, una inmensa hoguera.
Tuvimos que subir a la planta décima, mil millones de pesetas dependían de unos algoritmos estampados en unos papeles que habíamos olvidado, la firma del embajador de Francia estaba en ellos. Alguien dice que se vio nuestra sombra andar bajo las llamas, como si fuéramos fantasmas medievales que no temieran al fuego. Todo ardía sobre nuestras cabezas. A través de los cables de fibra óptica el fuego, lleno de culebrillas amarillas, se deslizaba como un virus a través de internet, infectándolo todo. Arrebatamos los papeles al infierno y nos llevamos mil millones de pesetas de beneficios.
A las doce de la mañana el cáncer había devastado aquella hermosura, y era la espina de pescado más grande de toda la ciudad, el esqueleto consumido de un enorme pez espada.

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