sábado, 12 de septiembre de 2009

La Muerte del Cardenal Santorno.


Un texto de Francisco Antonio Ruiz Caballero.


Como una enorme mancha roja sobre la alfombra o el inmenso leño de un flamboyán africano el cadáver del arzobispo Santorno yacía, sin ojos, con la boca abierta en un rictus de amargo dolor. Un gran chorreón de sangre salía de las cuencas vacías de sus ojos y de una gran herida, mortal de necesidad, en el pecho, en el que una cruz de carey esmeralda ponía un contrapunto verde a un fastuoso carmín iracundo. Un cirio rojo movía su candela nerviosa sin atreverse a apagarse del todo chisporroteando y dejando en la habitación un olor a frambuesas podridas. Y por la ventana entraba la calle de madrugada con los ojos enormes de un gato malandrín, lleno de navajas curvas. Y una estrella en la ventana parecía querer caerse del cielo dando coléricos alfilerazos azulinos. El obispo había muerto asesinado. Le habían arrancado los ojos, una gran erección le sobresalía en la toga de purpurado, una erección demoníaca que hizo santiguarse con espanto a Sor Terencia al descubrir el macabro hallazgo, justo antes de derramar un garrafa con aceite que llevaba a la alacena, una gran garrafa de aceite ámbar que se partió en dos trozos al caer de sus brazos de monja servicial. Olor a menta salía de aquel aceite, que se mezclaba con el chorreón de sangre del cuerpo abandonado del sacerdote, con su inmensa erección elefantiásica, antinatural y salvaje. Justo después de entrar en la habitación Sor Terencia exclamó una bandada de vencejos en un punto y dejó caer la garrafa del aceite mentolado, que al caer estalló en dos trozos con una nota de zumo de pomelo. Luego la habitación se llenó de sacerdotes y seminaristas. ¿Quién habría sido el salvaje ejecutor de tamaña catástrofe, de tamaño magnicidio?. Por la ventana entraba la calle, de madrugada, como un inmenso gato ferocísimo, con espuelas de metal irisado, y una estrella quería desprenderse del cielo, negro como la antracita, para caer sobre el chorreón de la sangre, negra ya sobre la alfombra amarilla, con arabescos florales y topacios de helechos. Todos se santiguaban y exclamaban, gritaban todos, qué espanto decían algunos, ¿Y los ojos?, musitaban otros, y el cirio de la habitación movía su candela con lúgubre y nerviosa prisa sin atreverse a apagarse. Salieron de la habitación cuando llegó la policía, no habían tocado nada de aquel sacro lugar, en una mesa las cartas al Vaticano aparecían selladas con lacre amarillo, una biblia de tapas de carey verde se acompañaba de un libro con la vida de San Lázaro de Antioquia. En una estantería flotaba una rosa en un vaso de agua, al lado de la Vida, Obras, y Martirio de San Manuel de Antequera, una cinta verde señalaba la página cuarentaycinco, a San Manuel le saltaban los ojos con una aguja envenenada en arsénico, y el santo tardaba en morir diez días entre espantosos dolores y gloria bellísima, recibiendo los oleos y componiendo una hermosa cancioncilla al pié de la muerte, en una ilustración se veía un ángel de cabello rizado y rubio, con unos ojos tan verdes como un puñal de yerba. Un Cristo como de Dalí en un extremo de la habitación, todo él de oro macizo, o con apariencia de oro, se reflejaba en un espejo de cuerpo entero, en el otro extremo de la habitación, y también en un cáliz áureo, lleno de vino aún, rojísimo como la sangre derramada. El arzobispo Santorno había muerto y las Campanas sonaban a luto, en un cielo negro como la hulla, con una solitaria estrella que quería entrar en la habitación para besar la cabeza del asesinado, y desprenderse de cuajo de los cielos.

A mitad de camino de Granada alguien llevaba en su alforja negra dos ojos saltones y azules y los entregaba a cambio de cuatrocientas doblas de oro. Un judío siniestro se hacía con el botín poniendo mala cara por el precio pagado pero sonriendo con deleitación ante el hallazgo de las sanguinolentas esferas.

En la habitación del asesinado, sobre una mesa con tafetán rojo, dos pastelitos de miel de higuera a medio comer tenían una gota de sangre sobre la crema verde, dulzona como una licorería de granadinas.

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