sábado, 12 de septiembre de 2009

LA OTRA MASCARADA


Fue un error, y lo cometimos, yo diría, a sabiendas. Habíamos exterminado meticulosamente todos los holosferos, habíamos extirpado esa gangrena sudorosa, ese sarpullido viviente que corroía el planeta. Lo vimos cuando saco su cuchillito de niño explorador y destripó el cadáver de uno de los nuestros. En ese momento debí dejar que lo masacraran, lo convirtieran como a todos los demás en un bolo sanguinolento para alimentar nuestras larvas. Pero el etólogo que hay en mí quiso seguir observando su extraño comportamiento. Los sabía miserables, traicioneros, patéticos, simples bestias sin ninguna dignidad de especie, meras amebas. Pero todos mis conocimientos sobre ellos provenían de estudios y experimentos en condiciones de laboratorio. La táctica de la Blitzkrieg que el Verbindungsmann Hütte había demostrado exitosa hace unas décadas, no dejó tiempo para conocer su comportamiento en libertad, en estudios de campo, que al final son los únicos valederos en esta ciencia. Por eso, abusando quizás de mi condición de Primer Eunuco de nuestra Reina, solicité al Obergruppenführer que se me dieran tres días, solo tres días, para hacer un seguimiento detallado al último ejemplar de esa especie ya exterminada. Deseaba saber hasta que punto de humillación eran capaces de llegar para sobrevivir. Lo vimos rasgar de arriba abajo el cuerpo de nuestro combatiente, meterse dentro de él, reímos mirando como metía los brazos dentro de los brazos del cadáver, sus piernas dentro de sus piernas. Lo observamos asqueados vaciar el soma de polímero inodoro e incoloro de silicio que usamos como envolvente. Intrigado vi como se deshizo de los restos, como arrojó sus hediondos trapos a la incineradora. Le permitimos vivir entre nosotros esos tres días, soportando su presencia despreciable, su desagradable calor corporal, su sudor grasiento, haciendo como que no nos dábamos cuenta de que era él en el mustio hollejo de nuestro hermano, lo dejamos participar en nuestros festejos, en nuestros banquetes vacunales, en las orgías de adoración a nuestra Reina, en nuestros baños sagrados con sus delicados fermentos acidulados donde renovamos los votos de sumisión. Reconozco mi error, me enceguecí asombrado de su conducta primitiva, intuí su pavor a la muerte, a dejar de ser, de existir, aunque su vida no tuviera ni el más mínimo valor en la sublime maquinaria del Universo. Ahí permanecía aterrorizado, sufriendo la vileza de esconderse en una piel muerta con tal de seguir respirando. Un mero procarionte. Ahora es tarde, ya no hay salvación, ni para él ni para nosotros, nadie se dio cuenta cuando y como, lo cierto es que la Bomba X es imposible de desactivar, ahora es cosa de tiempo…, tiempo, ese enemigo formidable. Moriremos, pero sé que otros nuestros vendrán a reemplazar la asquerosa especie extinta. Me consuela sentirme un digno sucesor de Konrad Lorenz, Karl von Frisch y Niko Tinbergen, nuestros adelantados e insignes conductistas, que también vivieron el horror de esconderse en sudorosas pieles ajenas, solo que en ellos la degradación fue el precio del conocimiento que nos ha permitido esta rápida y honrosa aniquilación.

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