sábado, 12 de septiembre de 2009

UN LABERINTO MARINO

Un laberinto de agudos cuarzos que nunca se resuelve pues se pierde en oscuros túneles, cuevas malolientes, oquedades inmarcesibles y en altas catedrales de amatistas estrelladas en sus violetas de la misma tonalidad de las incrustaciones del frío de la aquella de noche de Ruiz Caballero. O en los azules de las flores de genciana, mientras en las galerías fluye incontenible y misteriosa la desesperación del dimetil sulfuro, el olor del mar, milagros y maravillas de taumaturgos de oropimente cuajado dibujados en la paredes violetas o azules como glifos paleolíticos donde solo se les reconoce el rostro taciturno y el cuerpo de hiena o de tigre antediluviano. En las paredes acechan afilados dientes de perro hialinos, transparentes obeliscos ahumados, drusas floreciendo en cristalizaciones citrinas como espantosas corolas de Bracteantha bractata u ocultas geodas, damas de hierro, latiendo en las entrañas de la roca primitiva. Por el aire confinado a los oscuros túneles, cuevas malolientes, oquedades inmarcesibles y en altas catedrales de amatistas vuelve una y otra vez el olor a mar, a Tuber melanosporum, a Brassica oleracea var. Viridis hervido, el hedónico perfume que atrae a los cerdos y señala las fuentes de alimento a las aves que sobrevuelan los océanos. El laberinto se estrecha y se ensancha siguiendo un lítico azar impredecible, hay franjas húmedas de color verde musgo cerca de la entrada donde el agua subterránea y la luz del brocal permiten la paupérrima sobrevivencia de las briófitas, y de color verdiazul hacia adentro donde el agua subterránea deposita los filosilicatos de cobre que ha disuelto en el interior de los basaltos. Al fondo del último túnel del laberinto, donde ya no existe la esperanza de escapar, hay un gigantesco espejo de obsidiana con el reflejo congelado para siempre de un “arlequín con un traje de rombos amarillos, una máscara de cristal verde y dos leves cuernecillos dorados”. Aun allí, en el fin profundo del dédalo cuarcífero llega el olor a mar del dimetil sulfuro. En el silencio sepulcral solo se escucha el murmullo de agua precipitando crisocolas y su constante goteo creando pacientemente estalagmitas y estalactitas. Afuera llueven cangrejos de la misma especie de los que llovieron a fines de los setenta del siglo pasado en Nueva Gales del Sur, entre la nubosidad hay un cielo del mismo preciso matiz del índigo que tuvo la mas triste de las madrugadas, la del lunes cinco de agosto del año del Señor de mil novecientos sesenta y dos, indicio claro de que hacia la noche la luna sangraría.

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