sábado, 12 de septiembre de 2009

EL ARCANGEL NONATO


Debía ascender a los cielos el tercer día, así estaba escrito en los libros sagrados y en la pared del templo de Sefernaum, pero se enamoró de una sirvienta de su madre y fue postergando la ascensión hasta que supo que ella le había sido siempre infiel con el cobrador del diezmo, pero ya fue demasiado tarde y debió quedarse como cualquier hijo de vecino en el territorio asignado a su estirpe. Ese territorio era un pedregal reseco con escasas hierbas que en épocas de las pocas lluvias asomaban tiesas y espinosas entre las piedras. Su padre y el padre de su padre habían sido pastores de cabras esqueléticas y ovejas de poca lana, pero eso les bastaba para comprar la sal y el aceite, porque todo lo demás necesario para vivir lo obtenían a duras penas de lo que el árido monte, las cabras y las ovejas podían darles. Solo que él desde niño prefirió acompañar a los escasos pescadores que salían de madrugada a pescar al lago casi salado que quedaba a mitad de camino entre el caserío y el templo de Sefernaum. Allí en tres barcas tan antiguas que nadie recordaba quienes eran los dueños salían bogando lago adentro con unas redes tantas veces reparadas que ya no se reconocía el hilo original. Primero los acompañaba hasta la orilla y ahí permanecía toda la mañana observándolos a lo lejos hasta que las barcas volvían con los pocos peces tilapia chapoteando sus ahogos en los fondos anegados. La pesca no era buena, pero una docena de peces podían alimentar a las familias de los pescadores e incluso quedaban algunos para salarlos y dejarlos secar sobre los techos de piel de las chozas, para el invierno cuando la niebla y el frío impedían la pesca. Un día que uno de los pescadores enfermó le dijeron que se embarcara para reemplazarlo, así aprendió a remar, a levantar la vela triangular, a manejar los pocos cordajes, a echar la red y sobretodo a conocer los vientos para alcanzar a orillarse antes que las olas y las corrientes los llevaran a estrellarse contra los acantilados del lado oriental. A los cuatro años de aprendizaje, le enseñaron el secreto, el donde y cuando era que ellos tenían que tirar la red, según la época del año y las fases de la luna. Este secreto, le dijeron, se los había enseñado hacia muchos años un hombre que decía ser el Ungido, pero que los sacerdotes del templo tenían por loco y que termino yéndose con una caravana que paso con destino a Tebas llevando hermosas esclavas de ojos rasgados y pelo negro muy liso. Fue así que se hizo pescador, y fue por eso que a los treinta y tres años cuando lo llevaron al templo y le leyeron las profecías sobre sus años venideros, y lo pasearon por la pared que daba al poniente donde también estaba escrito su destino, los profetas muertos se revolcaron en sus tumbas y los vivos rasgaron vestiduras cuando declaro solemnemente: –Me quedo, porque allá arriba no hay donde pescar-. Y así paso los ciento ochenta y cuatro años que vivió pescando todos los días excepto cuando en los malos inviernos la niebla y el frío impedían la pesca. Tuvo siempre buena salud lo que le permitió llegar a tener catorce esposas solicitas pero que no le dieron ningún hijo, porque todas temían que cuando esos vástagos salieran de la pubertad se irían al cielo a cumplir lo que su padre no había cumplido, porque así estaba escrito, si es que antes no se enamoraban. Su catorceava esposa, la ultima, contó después mientras lo cremaban que al anochecer de la noche en que murió, antes de dormirse, murmuro como entre sueños, pero con voz segura: -Valió la pena no haber ascendido, estoy seguro que allá arriba no se podía pescar.

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